19.1.11

prólobo

están los que no quieren ver por mucha luz que les pongan enfrente y estamos, por otro lado, los que vemos aún sin querer. así nos pasa: que vemos dos de cal donde hay una arena y vemos gatos en las liebres. y vemos señales. si no fuera así, estaríamos decididamente perdidos, buscando cómo hacerle para dar con nosotros mismos.

leyendo “lunario” de alejandro íñiguez me siento como un vigía. desde mi puesto puedo ver cómo anda el poeta, el chavo, el enamorado, el rebeco buscándole tres pies al gato y el aullido en su propia garganta. me gusta verlo: tiene el coraje y la seguridad del que está muerto de miedo y lleno de cosas por decir. me gusta leerlo también, porque sabe usar las palabras.

cuando alejandro y yo nos conocimos, nos dimos cuenta de que compartíamos señales y dimes y diretes. ambos encontramos que la búsqueda del lobo –y su inexorable mancuerna, la luna- nos daban un norte claro o al menos, menos borroso. me intrigaba que alejandro me preguntara tanto sobre mi obsesión con los lobos, las lunas, las caperucitas, las pieles de oveja… yo no tenía idea de que debajo de su paliacate apestoso caminaba un chavo con el que podría compartir tantas cosas. es así y así ha sido.

yo vivo el nacimiento de “lunario” como parte de un segundo parto de alejandro. siento que con este libro, el poeta se planta en sus zapatos, estira el cuello, apunta el hocico y empieza a aullar con toda la gravedad del lobo adulto. me siento orgulloso y no sé por qué. me siento contento. 

leer “lunario” es un camino de noche: excitante, intenso, espinoso. es un camino que pesa. que tiene carne. que tiene pelo y colmillos. de hecho, basta con decir que “lunario” es un camino que alejandro quiere compartir con los lectores. 

ande tranquilo, lector: a su lado le camina un lobo que es todo corazón. déjese acompañar, acarícielo de vez en cuando, sígale el paso. si en algún momento se siente solo, tenga por seguro que el poeta se siguió de largo detrás de su musa celina, del cielo, como le corresponde a las lunas verdaderas. ni modo.


- diego villaseñor